sábado, marzo 07, 2009

.... de los cumpleaños y otros demonios

¿Cuándo se deja de celebrar y se empieza a conmemorar?
Se celebra lo que nos alegra y se conmemora lo que nos duele... Puede ser.
Se celebra lo banal y se conmemora lo trascendente... Tal vez.
Existe algo complicado en envejecer, que va más allá de tener que aceptar la evidencia de la decadencia física de la carne. Que no tiene mucho que ver con la constatación palpable, innegable, de lo efímero de la vida. Es más complicado que eso. Más complicado que aceptar las cosas que no se pueden cambiar. Complicado y feo y muchas veces ridículo y penoso. Y es que uno no se ve a si mismo. Hay un adolescente atrapado en el interior de un cuerpo a través del que mira como por las ventanas de una prisión. Ves unas manos y unas carnes que no son tuyas. No nos es evidente la edad que tenemos. Salvo cuando el cuerpo acusa dolores que nunca habíamos sentido y hasta estar acostado duele.
Pero más duele tener que refrenar a ese adolescente que esta allí adentro y recordarle todo el tiempo que ya es un viejo. Ese conquistador que pretende seguir haciendo lo que siempre hizo, porque en realidad no ha cambiado, o quizás si: con el tiempo ha mejorado. Pero el tiempo devora a sus obras. Tantos años refinando un ser y cuando esta en su mejor punto se vuelve caduco. Como decía Kundera, la vida no es más que un borrador que nunca será pasado a limpio. Nunca tendremos esa otra oportunidad: lo que fue no se puede cambiar. Sin segundas oportunidades.
Cuarenta y dos años es poco. Y es bastante. Y es demasiado. Y no es nada. Frente a un espejo no se ve tan mal. Frente a tus 24 parecen un siglo. Y sin embargo, si me miro en ti como en un espejo, simplemente no existen. En ese mágico instante desaparecen todos los años de esta y de todas las vidas. Es eso: vivir de instantes. Un instante que se desvanece en el mismo momento que tiene la pretensión, o la audacia si quieres, de durar más tiempo. Es estar en un continuo recordatorio de la realidad y, simultáneamente, en un persistente escaparse de ella. Una lucha contra mi de alguien que, desde mi interior, siempre esta diciéndome: para, ya estas muy viejo.

La mujer que eres


Esto es para ti, por la mujer que eres.

No me arrepiento de nada (Gioconda Belli)

Desde la mujer que soy,
a veces me da por contemplar
aquellas que pude haber sido;
las mujeres primorosas,
hacendosas, buenas esposas,
dechado de virtudes,
que deseara mi madre.
No sé por qué
la vida entera he pasado
rebelándome contra ellas.
Odio sus amenazas en mi cuerpo.
La culpa que sus vidas impecables,
por extraño maleficio,
me inspiran.
Reniego de sus buenos oficios;
de los llantos a escondidas del esposo,
del pudor de su desnudez
bajo la planchada y almidonada ropa interior.
Estas mujeres, sin embargo,
me miran desde el interior de los espejos,
levantan su dedo acusador
y, a veces, cedo a sus miradas de reproche
y quiero ganarme la aceptación universal,
ser la "niña buena", la "mujer decente"
la Gioconda irreprochable.
Sacarme diez en conducta
con el partido, el estado, las amistades,
mi familia, mis hijos y todos los demás seres
que abundantes pueblan este mundo nuestro.
En esta contradicción inevitable
entre lo que debió haber sido y lo que es,
he librado numerosas batallas mortales,
batallas a mordiscos de ellas contra mí
-ellas habitando en mí queriendo ser yo misma-
transgrediendo maternos mandamientos,
desgarro adolorida y a trompicones
a las mujeres internas
que, desde la infancia, me retuercen los ojos
porque no quepo en el molde perfecto de sus sueños,
porque me atrevo a ser esta loca, falible, tierna y vulnerable,
que se enamora como alma en pena
de causas justas, hombres hermosos,
y palabras juguetonas.
Porque, de adulta, me atreví a vivir la niñez vedada,
e hice el amor sobre escritorios
-en horas de oficina-
y rompí lazos inviolables
y me atreví a gozar
el cuerpo sano y sinuoso
con que los genes de todos mis ancestros
me dotaron.
No culpo a nadie. Más bien les agradezco los dones.
No me arrepiento de nada, como dijo la Edith Piaf.
Pero en los pozos oscuros en que me hundo,
cuando, en las mañanas, no más abrir los ojos,
siento las lágrimas pujando;
veo a esas otras mujeres esperando en el vestíbulo,
blandiendo condenas contra mi felicidad.
Impertérritas niñas buenas me circundan
y danzan sus canciones infantiles contra mí
contra esta mujer
hecha y derecha,
plena.
Esta mujer de pechos en pecho
y caderas anchas
que, por mi madre y contra ella,
me gusta ser.