sábado, enero 20, 2007

Para ti...

Y apenas rozo tu mano con disimulado descaro.
No nos queda más que eso.
Tu sabes y yo se.
En eso somos cómplices.
Por eso no nos recriminamos.
Por eso no nos reclamamos.
Por eso no nos exigimos más.
Y si algún momento se te olvida por qué solo nos rozamos la mano, yo te lo recuerdo: cuándo te dije todo o nada tu dijiste nada….
Y eso es: apenas nada.
Un poquito menos que nada.
Solamente lo suficiente para mantener vivo un recuerdo; una promesa.
Ese es el único reproche, silencioso, entre los dos: ese casi nada que siempre te recuerda lo que no es.
Lo que pudo ser.
Lo que sería ese todo que no quisiste.

Y tu te escabulles por los rincones de este mi cuarto oscuro, visitándome sin dejar huellas.
Te asomas a mi alma sin preguntar.
No dejas recados.
No golpeas la puerta.
Entras como un fantasma y yo solo puedo presentir que viniste a ver que había, a leer que sentía.
No juegas con fuego: solo lo miras desde lejos, a millones de bites de distancia.
No te quieres meter en la boca del lobo, solo te asomas para ver si en realidad es algo más que una caverna fría y húmeda.
No quieres sentir mi boca.
Te basta ese roce de labios casi casual.
Casi despreocupado.
Casi sin intención.
Casi culpable
Que casi no nos damos.
Casi por accidente, al despedirnos.
Eso y el roce de mis dedos en tu mano.
Eso y mis miradas indiscretas.
Eso y mis insinuaciones que jamás pasan de eso… solo las ganas que nunca se concretan.
Nos basta con eso.
Después de todo el amor tiene varias formas.
Después de todo el contenerse es una forma de disfrutar.
Después de todo lo más esencial ya lo tenemos: somos libres el uno del otro.
Nada me ata a ti.
Nada te ata a mi.
Y sin embargo no podemos alejarnos….
Y sin embargo no podemos ponerle el punto final

lunes, enero 15, 2007

La historia de Irina II

14/06/95
Siguen quedando pendientes las conversaciones. Hoy no tengo ganas de hacer nada, solamente quisiera dejar pasar las horas mientras miro el mar desde mi hamaca, bajo una palmera... solamente escuchando el mar que se va y regresa, regresando con el y luego llevándose todo eso que pienso y que quisiera dejar de pensar. ¿Por qué?
El lunes fue un día muy interesante. Descubrir que tu nunca estuviste en el bus que se accidento fue, cómico. De todas las posibilidades que me había planteado, la primera que deseché fue justamente esa (¡que optimista!). Así que mientras viajaba como un loco, tu estabas tomando el sol en Manta.
Nunca te sentí más cercana a mi que el Lunes. Fue increíble. Y no era una cercanía de gratitud por el detalle de haberte ido a buscar en ese pueblo, en medio de la nada, que en lugar de ser una acción heroica como pretendí terminó siendo una historia cómica. No. Era mucho más. Por momentos te ponías transparente y podía ver en tu interior. Por momentos sentía que toda la distancia entre nosotros había desaparecido. Luego la conversación, la pizza, el vino. Lo que empezaste a contar “sin saber por qué” y que luego dejaste de hacerlo sabiendo perfectamente por qué, aunque haya preferido hacerme el loco. Desde hace muchos años que no me sentía tan bien en la compañía de alguien, sin necesidad de que pase nada importante o fuera de lo común. Sólo hubiera querido que esa noche no termine, llevarte a otro mundo donde el tiempo no pase y disfrutar unos instantes más contigo, unos instantes eternos. Pero tu casa y la realidad estaban mucho más cerca.
Para el martes, algo había cambiado y tu me lo hiciste notar casi con crueldad. ¿Quién puede entender que sutiles razonamientos ocuparon tu mente durante toda esa mañana, luego de mi llamada? Cuando nos acercábamos a tu casa, recordé una escena de los Simpson: la vecina nueva le decía que tenía novio y Bart se imaginaba una escena en rojo donde ella, con apariencia de feme fatal, metía la mano en su pecho, le arrancaba al corazón y lo arrojaba a la basura. El mal triunfa en tus historias infantiles y las historias de amor ya no tienen final feliz. ¡Qué se puede esperar de un mundo así! Tal vez debería tomarme unas vacaciones de la vida. Pero los sentimientos no dan vacaciones y te persiguen obstinadamente hasta en los sueños.
Hoy el día está azul y en la radio están tocando blues, como para completar una escena cuidadosamente planeada. No es que yo sea trágico, pero es difícil evitar ponerse azul escuchando blues mientras contemplas tu corazón latiendo en el tacho de basura. “...ainda nao posso esquecer as saudades do pasado mais ya ten novais penhas...”
No he podido dejar de pensar en lo que me dijiste ayer, bueno, no en todo: tengo enamorado, no puede ser, somos muy diferentes, mañana hablamos. Recuerdo la forma en que lo dijiste, tu mirada, el tono de tu voz, tus gestos y trato de armar todo en un solo conjunto, como quien arma un rompecabezas, tratando de encontrar las pistas ocultas, las razones que subyacen detrás de las palabras, escondidas, acechando; a la espera de la oportunidad para salir al encuentro de los demás, como balas o como besos.
Cuando dijiste que tienes enamorado, lo hiciste en voz baja. Como cuando uno suelta una frase o una palabra y mientras la escucha salir de sus labios se va arrepintiendo de lo que dice, pero como ya es muy tarde no le queda más remedio que terminar, aunque sea en voz baja. Como cuando uno ensaya decir una disculpa para ver que pasa, no muy convencido de que lo que está diciendo sea una razón valedera. Como cuando uno dice algo que ha meditado durante algún tiempo y se ha convencido de que debe decirlo, aunque siente que lo que hace es un error o una cobardía. Como cuando le confiesas a tu pareja que tienes una amante. Como cuando se confiesa una verdad que avergüenza, pero que no podemos cambiar. Procurando encontrar una oportunidad adecuada y dando a la voz un tono casual, como quien conversa de cualquier tontería, rápidamente, con la mirada perdida en el horizonte, porque uno, muy íntimamente, siente que sería incapaz de mantener la mirada en los ojos de esa otra persona sin delatarse, sin sentir que un cuchillo va cortando lentamente lo más profundo de los dos. Con las manos húmedas o frías, crispadas o retorcidas; moviéndose nerviosamente.
Cuando te dije que estaba enamorado de ti, creo que lo hice tratando de emplear el mismo tono casual, como si nada pasara: nos vemos mañana, estudiarás, estoy enamorado de ti. Y fue muy difícil; pero tenía que hacerlo. El saber de tu boca que tienes enamorado me hizo caer en cuenta de lo que yo sentía. Lo primero que se me vino a la mente fue: por qué no soy yo ese enamorado? Ahí estaba yo diciendo cualquier estupidez, como si el baldazo de agua helada que acababas de lanzar en medio de la noche no me hubiera salpicado. Pero no sólo que me salpico, me dejó empapado. Sin embargo, no moví una pestaña.
No puede ser no es una respuesta que diga mucho, y claro, yo tampoco te pregunté nada. No puede ser, dicho en ese tono de duda, un tono un tanto defensivo, como de alguien que piensa que se están burlando, con una sonrisa de incredulidad. Repitiéndolo constantemente, como cuando uno mismo trata de convencerse, con los ojos cerrados, de que lo que esta pensando es cierto. Como cuando se descubre algo que estuvo oculto por mucho tiempo, en el lugar menos pensado. Como si saliera en la primera plana del periódico una foto del Papa haciendo el amor con la Madre Teresa. ¡No puede ser! ¡No puede ser! Y yo sentado preguntándome nuevamente por qué. Por un momento me sentí como el monstruo de alguna feria, horrible, malo y grotesco, que termina haciendo alguna gracia llena de ternura. Como un Cuasimodo moderno. ¿Es que no parezco capaz de enamorarme o tu no te crees capaz de provocar en mi ese sentimiento? ¿O simplemente la idea es tan disparatada? ¿Por qué?
Somos muy diferentes. Qué casualidad, yo hasta ese momento suponía que teníamos muchas cosas en común. En verdad, hasta ese momento no me había puesto a pensar en cómo soy ahora. Los últimos dos años he pasado cambiando tanto que ahora no se muy bien cómo soy. Algunas veces trato de buscar algún espejo donde pueda reflejarme y observar mi imagen desde afuera, desde lejos. O mejor: desde dentro del espejo. Aunque te parezca disparatado, tu eres uno de esos espejos y ayer me enteré que desde dentro del espejo me veo muy diferente. ¿Cómo me vez? Porque desde dentro de otro de mis espejos se me ve bastante parecido a lo que yo creo que soy, puedes preguntárselo. ¿Tu me conoces tanto así como para afirmar, con tanta fuerza, como quien enuncia una verdad evidente, que somos muy diferentes? Yo no te conozco tanto así, simplemente intuyo un poco de ti, y lo que intuyo me gusta. El lunes me decías que no te conozco y eso es cierto, pero tu tampoco me conoces.
Cuando te escuchaba ayer, recordaba las veces que yo me sentí igual, pero no tiene caso decírtelo, se que lo negarás. ¿Por qué tienes miedo? ¿Por qué huyes? No hay respuesta para esas preguntas. Nunca hay respuesta. No nos gusta admitir que sentimos miedo. Eso es un poco como admitir que somos muy vulnerables, como admitir que cualquier persona que profundice un poco en nosotros nos puede remover los cimientos, la tranquilidad de sentirnos a salvo de la vida, a salvo del dolor. La evasión es el camino más fácil, pero, al final, el más triste. Yo prefiero no escapar más, ya lo hice por mucho tiempo, sin darme cuenta, sin sentir, sin comprender. Hoy prefiero enfrentar todo lo que venga, como sea, pase lo que pase. Eso es más difícil, pero hay que hacerlo. Por eso te dije que estoy enamorado de ti. ¿Pero tu ya lo sabías perfectamente no? Solamente esperabas el momento que te lo dijera y anoche intuiste bien que ese momento estaba cerca y trataste de poner un muro antes de que abriera mi boca.
¿Debí quedarme callado y fingir que nada pasaba? ¿Dejarte escapar sin protestar? ¿Quedarme detrás del muro y borrar de mis archivos tu historia? ¿Poner final al cuento? Pero no, no lo hice y no lo haré. Alguna vez te dije que no te sería tan fácil deshacerte de mi. Ya estás en mi, así como yo estoy en ti y ningún muro podrá cambiar eso y el tiempo tampoco lo podrá cambiar. Puedes huir todo lo que quieras, pero durante mucho tiempo cuando te des la vuelta me verás. Aunque ya no esté ahí. Aunque ya no recuerdes ni mi nombre ni cuándo me conociste, seguiré allí, escondido muy dentro de ti. Tal vez yo ya no te pueda ver, pero tu si me verás. Solo espero que cuando los dos nos busquemos, nos encontremos. Seguramente dentro de tres meses ya no esté aquí. Pero estos tres meses los quisiera pasar junto a ti. ¿Es eso tan difícil de creer? ¿Es eso tan malo? ¿Nos hace eso tan diferentes?

lunes, enero 08, 2007

La historia de Irina I

31/05/95
No tenía idea de cual era la causa, pero desde el mismo momento que abrí la puerta de la clase de francés, el primer día que, como todos mis primeros días, llegué atrasado, y la vi sentada; sentí un estremecimiento que desde ese momento siempre lo volvería a sentir cuando estaba junto a ella.

Desde entonces, siempre tuvo ese aire de total autosuficiencia detrás de sus lentes, conversando como si fuera la dueña del mundo, como si todo le perteneciera y nada le importara demasiado. Pero, al mismo tiempo, con una ternura e inocencia que partía el corazón dentro de cualquier pecho latino. En seguida busque la manera de sentarme junto a ella y lo hice de una forma tan desesperada que más de uno se dio cuenta de mis maniobras. Más de uno, pero ella no.

En ese momento no sospechaba que, en adelante, esa sería la historia mía junto a ella: no importaba lo que hiciera, ella siempre pasaba junto a mi como si no existiera, simplemente pasaba. Como quien hojea una revista sin descubrir nada interesante, nada que valga la pena detenerse, aunque sea un momento, antes de pasar a la siguiente página.

Más de una vez intente algún acercamiento, pero todo resultaba inútil : cuando no era el teatro, eran sus amigos, parientes, vecinos, compañeros ... Parecía como si todos los habitantes del planeta, mediante algún secreto y perverso acuerdo, hubieran resuelto impedir cualquier tipo de acercamiento entre los dos.
Pese a que la situación para mi se volvía bastante desesperada, no dejaba de causarme risa el modo en que siempre resultaban las cosas. Una noche que por fin parecía que podía llevarla a su casa y conversar de algo más que no fuera el francés, no falto el compañerito que también pidió un aventón. Invariablemente existía alguien más entre los dos.

Creo que nunca en mi vida insistí tanto con nadie. Me parece que durante tres semanas le llamé por teléfono más de una vez por día. Hasta que el teléfono se dañó, o lo desconectaron. Ahora pienso que debe haber sido bastante molesto contestar tanta llamada. Pero no era mi culpa: ella simplemente nunca estaba en su casa. Y si en algún momento estaba, era tan tarde o tan temprano que invariablemente estaba dormida.
Sin embargo, había algo tan especial que me unía a ella que no me sentía ridículo haciendo todo lo que hacía. En otras circunstancias, hubiesen bastado dos llamadas sin respuesta o una plantada para nunca más volver a insistir. Sin embargo por ella rebasaba cualquier límite. Cuando su teléfono se descompuso, empecé a escaparme del trabajo para visitarla.

Todas las mañanas, como a eso de las nueve, me entraban unas ganas insoportables de conversar con ella. Nunca había tenido esa necesidad, pero ahora, si no lo hacía, me sentía como si algo me faltara, como si no hubiera desayunado (claro que yo nunca desayunaba). Por eso, sin importarme nada, a las nueve de la mañana tenía un buen pretexto para salir. Un día al jefe se le ocurrió llamarme a una reunión a las 9 de la mañana. Con algún pretexto bastante inverosímil le dije que no podía. Seguramente sabía que solo era un pretexto porque no me dijo nada. Salí de la fábrica y conduje como un loco. Cuando llegue, no salió nadie. Y claro, para completar el cuadro, la casa no tenía timbre, entonces tanto si no estaba como si aún dormía, no saldría nadie de esa casa. Fue en vano azotar la puerta y fumarme dos cigarrillos, parado esperando que alguien saliera. Finalmente regresé, más desesperado, luego de 45 minutos a conversar con el jefe.
Y es que ella tenía para mi un encanto inexplicable. Además nunca le busque explicación. Durante mucho tiempo había estado tan alejado de la vida, que sentir de nuevo que la sangre corría y que volvía a hacer las locuras que hace muchos años había dejado de hacer, era para mi tan agradable que hubiera preferido dejar de vivir y no dejar de sentir.

Además, no se cómo, pero creía que ella sabía lo que me pasaba y, de algún modo que me resulta hasta hoy inexplicable, lo disfrutaba. Y es que no era culpa de nadie: era el destino. Al menos prefería creer eso.
Me hubiera gustado tanto que ella me llame, que por las noches saltaba como un loco cuando sonaba el teléfono. Pero nunca era ella. Y claro, cómo iba a ser ella si no tenía mi número telefónico. Nunca le di mi número. No hubiera soportado que teniéndolo no me llamara. Era mucho más agradable pensar que si no me llamaba era por que no podía y no porque no quería.

Sin embargo, era como si existiere una afinidad de ideas entre los dos, una comunidad de pensamiento. Tanto sentía eso, que más de una vez estuve a punto de despedirme con un beso en la boca, como si fuésemos una pareja de años que se dice hasta mañana. Sin embargo, siempre me paralizaba un ataque de timidez, justo unos instantes antes de que el movimiento simultáneo de nuestros rostros pusiera en contacto nuestros labios.

Cómo me hubiera gustado abrazarla y respirar su piel. Cómo me hubiera gustado desayunar con ella, despertar junto a ella. Tomar un café juntos, bailar hasta el amanecer o ir al teatro la tarde lluviosa de un domingo. Pero todo parecía tan irremediablemente condenado a la imposibilidad, que aún cuando lograba vencer mi timidez y me decidía a ir a su casa y robarle un beso, cuando llegaba allí, o no estaba, o se quedaba conversando desde la ventana, recién despertándose y con pijama, interponiendo un abismo insuperable
entre mis deseos y la realidad.

Y, sin embargo, irremediablemente también, yo volvía al día siguiente a tocar su puerta o a marcar su número, para recibir siempre la misma respuesta: no está. No se cuanto tiempo estuve así, pienso que no debe haber sido mucho, pero en esos momentos me parecían años. Lo más desesperante fue cuando falto más de dos semanas a clases.

Por lo general, el único lugar en que nos veíamos era en clases. Llegué a calcular tan bien la hora a la que debía llegar yo, que me sorprendía. Llegaba un poco tarde pero antes que ella. De esta manera, me aseguraba sentarme junto a un asiento desocupado en el sitio del salón que ella prefería. Luego me dedicaba a esperar que llegara y a desesperar con cada golpe en la puerta. Disfrutaba tanto la perversa emoción de verla aparecer tras la puerta, invariablemente sonreída, y cruzar el salón, despacio, hasta ocupar un lugar junto al mío. Cuando falto dos semanas seguidas, interrumpiendo ese pequeño ritual que me permitía una felicidad instantánea, simplemente me desesperé. Creo que eso fue lo que me obligó a tomar la decisión.
Ella estaba llena de vitalidad; era independiente, inteligente, sensible y a mi me parecía tan necesitada de cariño y comprensión, que me resultó imposible no enamorarme. Supongo que eso también contribuyó mucho en mi decisión. Al verla no podía evitar quedarme colgado de alguna divagación sobre un futuro, que a juzgar por los hechos presentes, parecía bastante improbable.

Algunas noches me quedaba caminando por su barrio, haciendo tiempo, con la idea de que de un momento a otro aparecería. Sin embargo, nunca aparecía. En esas noches, llegue a determinar que había que dar 2134 pasos, más o menos, para completar una vuelta a su manzana. Unos oscuros 1657 metros de veredas con 54 postes de alumbrado, de los cuales 26 no funcionaban. Luego de varias vueltas finalmente me iba a mi casa. La decisión de dejar de esperar siempre era difícil. Como un niño que no quiere ir a su cama, me ponía una hora límite. Llegada la hora, siempre encontraba algún pretexto para esperar cinco minutos más; que generalmente se convertían en una hora más. Sin embargo, no importaba que tanto esperará contando postes: nunca llegaba mientras yo estaba cerca de su casa. Ahora estoy convencido de que dos minutos después de que me iba ella aparecía.

Un día decidí que era suficiente espera. Si no podía conversar con ella, debía haber alguna forma de comunicarme. Y claro, lo más lógico me pareció recurrir a los métodos tradicionales: los mensajes escritos en papel de seda, con pluma y tintero, dibujando cada letra; como me contó mi abuelo que lo había hecho cien años antes. Solamente tenía un problema. Bueno más de un problema. No había papel de seda, no había plumas y la tinta china tampoco se podía conseguir.

Aunque hubiera conseguido los materiales necesarios, todavía me quedaban algunos inconvenientes por superar. Sin duda habría sido más rápido esperarla fuera de su casa, que esperar a que pudiera dibujar las letras con pluma. Y, aún cuando superara los problemas con la caligrafía, mi ortografía seguiría siendo pésima. Pero eso no era lo más importante. Todavía debía saber que escribir y tratar de hacerlo con cierta elegancia. Y si ni siquiera sabía que le iba a decir, cómo diablos se me podía ocurrir que escribirle y sobre todo, con elegancia.

Debo haber llenado unos tres cuadernos de caligrafía, antes de convencerme de que no había caso y recurrir a una máquina de escribir. La ortografía no era mucho problema, cuestión de conseguir un buen diccionario. Sin embargo, nunca había sido elegante, y menos para escribir. Todo lo que se me ocurría, me parecía demasiado feo, meloso o ridículo. Me la imaginaba a ella riéndose de lo que había escrito. Me hubiera gustado pedirle a alguna amiga su opinión sobre lo que escribía. Pero era demasiado tímido para enfrentar el papelón de las notitas de amor en público.

Luego de mucho esfuerzo y docenas de intentos, escribí algo que me parecía que podía valer la pena entregarlo. Metí la nota en un sobre y me fui a su casa muy decidido. Como siempre, dos pasos antes de su puerta, me agarró un terrible ataque de timidez mezclada con miedo y vergüenza. No podía dejar de imaginármela riéndose de mi carta de amor. Finalmente llegó el arrepentimiento. Di la vuelta y salí casi a la carrera esperando que ella no me viera, mientras rompía el sobre que contenía más de un mes de esfuerzos infructuosos. Definitivamente ese no era el camino.

Luego de poco descubrí que salir corriendo fue inútil. Ella no estaba allí. No había estado en las últimas dos semanas. Naturalmente nadie sabía donde estaba. Así que haberme pasado buscando la forma de acercarme durante tanto tiempo fue un ejercicio de imaginación sin sentido. Si solamente hubiera seguido mi primer impulso y me hubiera acercado cuando la vi, no estuviera en este momento en una situación tan absurda. Cuando finalmente había tomado la decisión, ella ya no estaba.

Pero no podía resignarme a que la historia terminara como siempre, como un remedo inconcluso de un romance. El problema era que no tenía ninguna forma de saber donde encontrarla. Estaba convencido que de saber donde se hallaba, la hubiera ido a buscar, aunque sea al otro lado del mundo.

Como si el destino hubiera querido poner a prueba mi determinación, a los pocos días apareció la noticia de que en un pueblo perdido en las montañas, una muchacha con la misma descripción y el mismo apellido, había sufrido un accidente. Sin averiguar más, en ese mismo instante me puse en camino a ese pueblo. En mi mente me figuraba una escena feliz, donde yo llegaba a rescatarla como un héroe de película, la encontraba nos besábamos y todos felices por siempre: The End.

Tan metido estaba en mi fantasía que no tuve la serenidad de pensar que mi pequeño auto no era el medio más apropiado para ese viaje. Luego de dos horas de carretera, se terminó el pavimento y comenzó la lluvia. Conforme subía la montaña el camino se estrechaba y el lodo aumentaba. Qué diablos había ido a buscar esa mujer en ese pueblo infeliz? Finalmente mi pequeño auto ya no pudo más y se quedó, medio sumergido en un tremendo hueco, con la dirección rota. sintiéndome aún más heroico, baje del auto y me puse a caminar. En ese momento me di cuenta que la ropa de oficina no era la más adecuada para subir la montaña. Empapado, absolutamente cubierto de lodo, luego de haber caído y vuelto a caer intentando caminar en la oscuridad por más de 10 horas legué al dichoso pueblo. Eran a penas las 6 de la mañana, así que no había a quien preguntar nada. De lo que se podía ver, no parecía que existiera una casa de salud o algo así. Es más de no ser porque estaba a pie, seguramente hubiera pasado de largo sin darme cuenta de que existía un pueblo.

Vi aparecer a lo lejos a un campesino y me acerque corriendo para preguntarle por ella. Debo haber tenido un aspecto desastroso, porque en cuanto me vio acercarme, se detuvo y levanto el machete que llevaba en la mano. Mucho me costo convencerle de que no estaba loco. Finalmente me dijo que la persona a quien buscaba había salido del pueblo hace dos días y que seguramente estaba en la capital. Claro, era obvio, de que otra manera si no se hubiera enterado un periódico en la ciudad de un accidente en ese pueblo perdido? Desvanecidos mis sueños de héroe romántico, más herido que si me hubieran descargado un machetazo, completamente mojado, con un frío casi insoportable y el auto destrozado, me puse en camino de regreso, sintiéndome infinitamente sólo.