31/05/95
No tenía idea de cual era la causa, pero desde el mismo momento que abrí la puerta de la clase de francés, el primer día que, como todos mis primeros días, llegué atrasado, y la vi sentada; sentí un estremecimiento que desde ese momento siempre lo volvería a sentir cuando estaba junto a ella.
Desde entonces, siempre tuvo ese aire de total autosuficiencia detrás de sus lentes, conversando como si fuera la dueña del mundo, como si todo le perteneciera y nada le importara demasiado. Pero, al mismo tiempo, con una ternura e inocencia que partía el corazón dentro de cualquier pecho latino. En seguida busque la manera de sentarme junto a ella y lo hice de una forma tan desesperada que más de uno se dio cuenta de mis maniobras. Más de uno, pero ella no.
En ese momento no sospechaba que, en adelante, esa sería la historia mía junto a ella: no importaba lo que hiciera, ella siempre pasaba junto a mi como si no existiera, simplemente pasaba. Como quien hojea una revista sin descubrir nada interesante, nada que valga la pena detenerse, aunque sea un momento, antes de pasar a la siguiente página.
Más de una vez intente algún acercamiento, pero todo resultaba inútil : cuando no era el teatro, eran sus amigos, parientes, vecinos, compañeros ... Parecía como si todos los habitantes del planeta, mediante algún secreto y perverso acuerdo, hubieran resuelto impedir cualquier tipo de acercamiento entre los dos.
Pese a que la situación para mi se volvía bastante desesperada, no dejaba de causarme risa el modo en que siempre resultaban las cosas. Una noche que por fin parecía que podía llevarla a su casa y conversar de algo más que no fuera el francés, no falto el compañerito que también pidió un aventón. Invariablemente existía alguien más entre los dos.
Creo que nunca en mi vida insistí tanto con nadie. Me parece que durante tres semanas le llamé por teléfono más de una vez por día. Hasta que el teléfono se dañó, o lo desconectaron. Ahora pienso que debe haber sido bastante molesto contestar tanta llamada. Pero no era mi culpa: ella simplemente nunca estaba en su casa. Y si en algún momento estaba, era tan tarde o tan temprano que invariablemente estaba dormida.
Sin embargo, había algo tan especial que me unía a ella que no me sentía ridículo haciendo todo lo que hacía. En otras circunstancias, hubiesen bastado dos llamadas sin respuesta o una plantada para nunca más volver a insistir. Sin embargo por ella rebasaba cualquier límite. Cuando su teléfono se descompuso, empecé a escaparme del trabajo para visitarla.
Todas las mañanas, como a eso de las nueve, me entraban unas ganas insoportables de conversar con ella. Nunca había tenido esa necesidad, pero ahora, si no lo hacía, me sentía como si algo me faltara, como si no hubiera desayunado (claro que yo nunca desayunaba). Por eso, sin importarme nada, a las nueve de la mañana tenía un buen pretexto para salir. Un día al jefe se le ocurrió llamarme a una reunión a las 9 de la mañana. Con algún pretexto bastante inverosímil le dije que no podía. Seguramente sabía que solo era un pretexto porque no me dijo nada. Salí de la fábrica y conduje como un loco. Cuando llegue, no salió nadie. Y claro, para completar el cuadro, la casa no tenía timbre, entonces tanto si no estaba como si aún dormía, no saldría nadie de esa casa. Fue en vano azotar la puerta y fumarme dos cigarrillos, parado esperando que alguien saliera. Finalmente regresé, más desesperado, luego de 45 minutos a conversar con el jefe.
Y es que ella tenía para mi un encanto inexplicable. Además nunca le busque explicación. Durante mucho tiempo había estado tan alejado de la vida, que sentir de nuevo que la sangre corría y que volvía a hacer las locuras que hace muchos años había dejado de hacer, era para mi tan agradable que hubiera preferido dejar de vivir y no dejar de sentir.
Además, no se cómo, pero creía que ella sabía lo que me pasaba y, de algún modo que me resulta hasta hoy inexplicable, lo disfrutaba. Y es que no era culpa de nadie: era el destino. Al menos prefería creer eso.
Me hubiera gustado tanto que ella me llame, que por las noches saltaba como un loco cuando sonaba el teléfono. Pero nunca era ella. Y claro, cómo iba a ser ella si no tenía mi número telefónico. Nunca le di mi número. No hubiera soportado que teniéndolo no me llamara. Era mucho más agradable pensar que si no me llamaba era por que no podía y no porque no quería.
Sin embargo, era como si existiere una afinidad de ideas entre los dos, una comunidad de pensamiento. Tanto sentía eso, que más de una vez estuve a punto de despedirme con un beso en la boca, como si fuésemos una pareja de años que se dice hasta mañana. Sin embargo, siempre me paralizaba un ataque de timidez, justo unos instantes antes de que el movimiento simultáneo de nuestros rostros pusiera en contacto nuestros labios.
Cómo me hubiera gustado abrazarla y respirar su piel. Cómo me hubiera gustado desayunar con ella, despertar junto a ella. Tomar un café juntos, bailar hasta el amanecer o ir al teatro la tarde lluviosa de un domingo. Pero todo parecía tan irremediablemente condenado a la imposibilidad, que aún cuando lograba vencer mi timidez y me decidía a ir a su casa y robarle un beso, cuando llegaba allí, o no estaba, o se quedaba conversando desde la ventana, recién despertándose y con pijama, interponiendo un abismo insuperable
entre mis deseos y la realidad.
Y, sin embargo, irremediablemente también, yo volvía al día siguiente a tocar su puerta o a marcar su número, para recibir siempre la misma respuesta: no está. No se cuanto tiempo estuve así, pienso que no debe haber sido mucho, pero en esos momentos me parecían años. Lo más desesperante fue cuando falto más de dos semanas a clases.
Por lo general, el único lugar en que nos veíamos era en clases. Llegué a calcular tan bien la hora a la que debía llegar yo, que me sorprendía. Llegaba un poco tarde pero antes que ella. De esta manera, me aseguraba sentarme junto a un asiento desocupado en el sitio del salón que ella prefería. Luego me dedicaba a esperar que llegara y a desesperar con cada golpe en la puerta. Disfrutaba tanto la perversa emoción de verla aparecer tras la puerta, invariablemente sonreída, y cruzar el salón, despacio, hasta ocupar un lugar junto al mío. Cuando falto dos semanas seguidas, interrumpiendo ese pequeño ritual que me permitía una felicidad instantánea, simplemente me desesperé. Creo que eso fue lo que me obligó a tomar la decisión.
Ella estaba llena de vitalidad; era independiente, inteligente, sensible y a mi me parecía tan necesitada de cariño y comprensión, que me resultó imposible no enamorarme. Supongo que eso también contribuyó mucho en mi decisión. Al verla no podía evitar quedarme colgado de alguna divagación sobre un futuro, que a juzgar por los hechos presentes, parecía bastante improbable.
Algunas noches me quedaba caminando por su barrio, haciendo tiempo, con la idea de que de un momento a otro aparecería. Sin embargo, nunca aparecía. En esas noches, llegue a determinar que había que dar 2134 pasos, más o menos, para completar una vuelta a su manzana. Unos oscuros 1657 metros de veredas con 54 postes de alumbrado, de los cuales 26 no funcionaban. Luego de varias vueltas finalmente me iba a mi casa. La decisión de dejar de esperar siempre era difícil. Como un niño que no quiere ir a su cama, me ponía una hora límite. Llegada la hora, siempre encontraba algún pretexto para esperar cinco minutos más; que generalmente se convertían en una hora más. Sin embargo, no importaba que tanto esperará contando postes: nunca llegaba mientras yo estaba cerca de su casa. Ahora estoy convencido de que dos minutos después de que me iba ella aparecía.
Un día decidí que era suficiente espera. Si no podía conversar con ella, debía haber alguna forma de comunicarme. Y claro, lo más lógico me pareció recurrir a los métodos tradicionales: los mensajes escritos en papel de seda, con pluma y tintero, dibujando cada letra; como me contó mi abuelo que lo había hecho cien años antes. Solamente tenía un problema. Bueno más de un problema. No había papel de seda, no había plumas y la tinta china tampoco se podía conseguir.
Aunque hubiera conseguido los materiales necesarios, todavía me quedaban algunos inconvenientes por superar. Sin duda habría sido más rápido esperarla fuera de su casa, que esperar a que pudiera dibujar las letras con pluma. Y, aún cuando superara los problemas con la caligrafía, mi ortografía seguiría siendo pésima. Pero eso no era lo más importante. Todavía debía saber que escribir y tratar de hacerlo con cierta elegancia. Y si ni siquiera sabía que le iba a decir, cómo diablos se me podía ocurrir que escribirle y sobre todo, con elegancia.
Debo haber llenado unos tres cuadernos de caligrafía, antes de convencerme de que no había caso y recurrir a una máquina de escribir. La ortografía no era mucho problema, cuestión de conseguir un buen diccionario. Sin embargo, nunca había sido elegante, y menos para escribir. Todo lo que se me ocurría, me parecía demasiado feo, meloso o ridículo. Me la imaginaba a ella riéndose de lo que había escrito. Me hubiera gustado pedirle a alguna amiga su opinión sobre lo que escribía. Pero era demasiado tímido para enfrentar el papelón de las notitas de amor en público.
Luego de mucho esfuerzo y docenas de intentos, escribí algo que me parecía que podía valer la pena entregarlo. Metí la nota en un sobre y me fui a su casa muy decidido. Como siempre, dos pasos antes de su puerta, me agarró un terrible ataque de timidez mezclada con miedo y vergüenza. No podía dejar de imaginármela riéndose de mi carta de amor. Finalmente llegó el arrepentimiento. Di la vuelta y salí casi a la carrera esperando que ella no me viera, mientras rompía el sobre que contenía más de un mes de esfuerzos infructuosos. Definitivamente ese no era el camino.
Luego de poco descubrí que salir corriendo fue inútil. Ella no estaba allí. No había estado en las últimas dos semanas. Naturalmente nadie sabía donde estaba. Así que haberme pasado buscando la forma de acercarme durante tanto tiempo fue un ejercicio de imaginación sin sentido. Si solamente hubiera seguido mi primer impulso y me hubiera acercado cuando la vi, no estuviera en este momento en una situación tan absurda. Cuando finalmente había tomado la decisión, ella ya no estaba.
Pero no podía resignarme a que la historia terminara como siempre, como un remedo inconcluso de un romance. El problema era que no tenía ninguna forma de saber donde encontrarla. Estaba convencido que de saber donde se hallaba, la hubiera ido a buscar, aunque sea al otro lado del mundo.
Como si el destino hubiera querido poner a prueba mi determinación, a los pocos días apareció la noticia de que en un pueblo perdido en las montañas, una muchacha con la misma descripción y el mismo apellido, había sufrido un accidente. Sin averiguar más, en ese mismo instante me puse en camino a ese pueblo. En mi mente me figuraba una escena feliz, donde yo llegaba a rescatarla como un héroe de película, la encontraba nos besábamos y todos felices por siempre: The End.
Tan metido estaba en mi fantasía que no tuve la serenidad de pensar que mi pequeño auto no era el medio más apropiado para ese viaje. Luego de dos horas de carretera, se terminó el pavimento y comenzó la lluvia. Conforme subía la montaña el camino se estrechaba y el lodo aumentaba. Qué diablos había ido a buscar esa mujer en ese pueblo infeliz? Finalmente mi pequeño auto ya no pudo más y se quedó, medio sumergido en un tremendo hueco, con la dirección rota. sintiéndome aún más heroico, baje del auto y me puse a caminar. En ese momento me di cuenta que la ropa de oficina no era la más adecuada para subir la montaña. Empapado, absolutamente cubierto de lodo, luego de haber caído y vuelto a caer intentando caminar en la oscuridad por más de 10 horas legué al dichoso pueblo. Eran a penas las 6 de la mañana, así que no había a quien preguntar nada. De lo que se podía ver, no parecía que existiera una casa de salud o algo así. Es más de no ser porque estaba a pie, seguramente hubiera pasado de largo sin darme cuenta de que existía un pueblo.
Vi aparecer a lo lejos a un campesino y me acerque corriendo para preguntarle por ella. Debo haber tenido un aspecto desastroso, porque en cuanto me vio acercarme, se detuvo y levanto el machete que llevaba en la mano. Mucho me costo convencerle de que no estaba loco. Finalmente me dijo que la persona a quien buscaba había salido del pueblo hace dos días y que seguramente estaba en la capital. Claro, era obvio, de que otra manera si no se hubiera enterado un periódico en la ciudad de un accidente en ese pueblo perdido? Desvanecidos mis sueños de héroe romántico, más herido que si me hubieran descargado un machetazo, completamente mojado, con un frío casi insoportable y el auto destrozado, me puse en camino de regreso, sintiéndome infinitamente sólo.