domingo, febrero 04, 2007

Unos años de no ser feliz....


“…hoy la vi
y tenía un rostro ajeno al que yo amaba
el que dan
unos años de no ser feliz….”


Nunca es bueno pensar en lo que se escapó: si uno piensa se da cuenta de que la vida pasa ante nosotros como el viento. Algunas veces ese viento trae a un mosquito volando. Si eres rápido puedes atraparlo. La mayoría de veces nos quedamos pensando tanto que, cuando nos damos cuenta, ya se fue.

Un verano apareciste: justo lo que yo buscaba. Tan justo que me pregunté si no era mi imaginación y, cuando acabé de pensar, ya no estabas. Nunca olvidaré esa tarde de domingo con un milímetro de cabello pegado a la nuca, quemado por el sol y el frío y más cansado que penitente al final de la semana santa. Apareciste insolente, irreverente, y me besaste. Nunca olvidaré como se sentían tus húmedos labios a través de los míos tan resecos. Ningún beso volverá jamás a tener ese sabor. Yo era apenas una marioneta rescatada del fuego y tu la chica más linda entre cientos de muchachas que adornaban esa tarde de verano. Me sentí tan importante que mi estropeado cuerpo no podía contenerme. Jean apretado y botas de gamuza. Te acaricié desde el tobillo, moviendo suavemente mi mano, hasta sentir tu pecho que latía tan fuerte como el mió. Solo en ese momento supe que eras real. Pero era demasiado tarde y te escapaste de mi junto con el sol, como si se los llevara la brisa de la noche que caía. Anochecía y no quedó más que tu recuerdo que me acompañó todos los días, minuto a minuto, durante mi encierro.

Todos los domingos por la tarde volvías a aparecer y todas las noches de domingo yo me sentía morir. Toda la semana te escribía pliegos y pliegos que nunca llegaban a ti. Hasta que finalmente salí. Cuando te pude ver todos los días y no solo las fugaces tardes de domingo, te volviste un ser normal. Ya no eras mi dama. Mejor dicho, ya no era tu caballero. Ese murió en los pliegos de papel que cada noche te escribía. Me convertí en el más común de los mortales. Solamente a veces te deslumbraba con mi armadura de sueños y te volvías de papel entre mis manos, temblando a cada palabra, como no temblabas con las palabras escritas. Pero sólo ese pequeño instante en que estábamos tan cerca que nuestros alientos se confundían.
Un día nos encontramos en la calle y te detuviste. Nunca olvidaré tu mirada ese día. Me pediste que lo dejara todo, que te siguiera quién sabe a dónde; ni siquiera tu lo sabías. Ese día mi realidad me anclaba a las calles de mi vida más que nunca. Te miré en silencio unos segundos y te dije adiós.

Te vi nuevamente seis años después con dos hijos y la misma luz. Venías a buscarme aunque nunca me lo dijiste. Seis años corriendo el mundo te habían agotado y volvías a mi para renovar tu vida. Apenas seis años bastaron para vencer a esa muchacha que hace tiempo era la más radiante de mis tardes de domingo. Nuestras vidas que las vamos escribiendo como un diario, todos los días, inventando un idioma propio, estaban tan distantes que ya no nos entendíamos. Ahí estaba yo, parado frente a ti, escuchando tu canción y tratando de entenderla sin comprender nada. ¿Qué tan diferentes nos pueden hacer seis años? No importa si son seis o seis mil, la composición de nuestras vidas, un borrador lleno de tachones que jamás se pasará a limpio, nunca más volvería a ser escrita en el mismo idioma. Nunca más volverías a ser el sol de mis tardes de domingo…